Mil quinientos grados... arena de sílice... y nos ponemos a esperar... las máquinas no cesaban en su labor, el ruido era ensordecedor, tanto que era capaz de acallar los propios pensamientos. La luz roja comenzó a brillar, era el fin del turno, por fin una extenuante jornada de trabajo había terminado, el calor, la atención prestada, las pesadas labores, ahora solo tiempo para uno mismo.
Las sala de taquillas estaba abarrotada, aquí también calor, pero menos, mas soportable, la charla relajada, los comentarios pausados, todo denotaba que la jornada se diluía en la noche.
Fuera... una inspiración, el olor a libertad, mezclado con el humo a tabaco de los trabajadores, las ramas de los arboles oscilan al compás de la tibia brisa, el ligero resplandor del oculto sol todavía presente en el horizonte, las farolas que comienzan a despertar de su perezoso letargo diurno.
Caminaba con paso firme y decidido, sin sueños en su cabeza, con realidad en su mirada, hoy se acababa, pero no deseaba dejarlo ir sin antes robarle un pequeño bocado, sus pasos lo encaminaron a la taberna más cercana, allí, entre el barullo, las charlas y las risas estaba la vida, carente de engaños, pura, simple, gente que solo desea estar con gente.
Entra... deja su gorro, se acomoda en una mesa, pide una cerveza y observa, bebe un largo trago, mientras lo hace, su sabor despierta recuerdos, fantasías de juventud, sueños imberbes que ahora navegan entre los islotes de su memoria.
Suena una música, todos dejan de hablar y se centran en el espectáculo, los músicos comienzan a hilvanar, primero lenta y tímidamente, luego con pasión y confianza, pronto todos se hayan ya presos en sus melodiosas redes, sonidos que se intercalan, que suben, que bajan, que hacen latir el corazón y llorar al alma, pronto todos son uno, tarareando con el cuerpo y la mente la melodía.
El tiempo vuela dentro de la crisálida que son las risas y la cerveza, aderezadas con el dulce sabor a música, la noche avanza inexorablemente hacia su ocaso, pronto la gente comienza a abandonar, embozados de felicidad, el local, al tiempo ya es hora de marcharse, la fiesta terminó.
Vuelve a la calle, ahora, sus cansados e inseguros pasos lo llevan hasta una pequeña habitación, hasta un confortable y cálido lecho, donde los suaves brazos de Morfeo realizan eficientemente su trabajo...
El sol ya despunta por el horizonte y lo encuentra levantado, terminando su desayuno, se cala su sombreo y sale a la calle, allí, se funde con una hilera que discurre en una sola dirección.
Las taquillas abarrotadas, bostezos y quejas, aire ya enrarecido, una ropa áspera como segunda piel, al salir, el frío y monótono abrazo de unas máquinas que ensordecen el pensamiento.
Mil quinientos grados... arena de sílice...y nos ponemos a esperar...
1 comentario:
Paco, joer, me ha dado hasta pereza!!! jejejejeje se plasma muy bien el dia de un trabajador!!!!
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