El frío viento se colaba entre sus viejas paredes, rojas piedras de rodeno yacían amontonadas allí donde el peso de los años las habían obligado a doblegarse, las cal hace tiempo que se había disuelto dejando un cuerpo sin piel, desnudo. Las gotitas de rocío matutino, congelas ya, cubrían la fuerte musculatura que ya no era capaz de soportar su propio peso, la cabeza calva, donde antes hermosas tejas negras de pizarra la protegieron de los aguaceros y las nieves, vacía de toda idea se hallaba, y los huesos roídos por el constante girar del mundo e iluminados por inmensas constelaciones de estrellas esperaban al sol del nuevo día.
Un roble descansaba sus ateridos brazos sobre los inamovibles sillares, mientras que un cuervo dormitaba en sus afilados dedos. A sus pies una familia de ratones vivía en los agujeros de sus botas, muy preocupados por la constante vigilancia a la que les sometía una lechuza.
Poco a poco, el cielo comenzó a arropar a todos los animales, plantas y piedras del lugar con una gruesa manta blanca, brillaba como si desprendiera luz propia, pero no era mas que el reflejo de la creciente luna que perezosa se levantaba sobre las montañas. Las flores escondidas en sus tallos se taparon mas, e incluso el rojo de las piedras comenzó a tornarse tan blanco como antaño.
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